Sobre no comer hamburguesas, no usar ropa de H&M y no realizar viajes, o de por qué a menudo la crítica a todo esto se vuelve tan cómoda
Hay varios temas de debate recurrentes en las cocinas de pisos compartidos. Uno de ellos es, a buen seguro, el siguiente: ¿En qué medida puedes cambiar personalmente las condiciones sociales con tus acciones individuales? ¿Tenía razón Michael Jackson al cantar: “I am starting with the man in the mirror”? Por lo general, estas discusiones se eternizan hasta llegar a un punto muerto y a ninguna conclusión. Muchas de las personas que llegan en algún momento de su vida a desarrollar un pensamiento de izquierda lo hacen a partir de un cuestionamiento inicial del propio comportamiento y, especialmente, de los hábitos de consumo. El boicot a McDonald’s, H&M o Coca Cola, el rechazo al uso de productos animales, el repudio a ciertos destinos de viaje y medios de transporte o la compra de productos de comercio justo: todo esto es un intento de transformar una situación identificada como mala por medio del comportamiento individual.
Frente a esto se alza una crítica que podría parafrasearse más o menos así: “¡El problema es el sistema, estúpid@!” Quien pretende ejercer un cambio a nivel individual se hace ilusiones. En el mejor de los casos no es más que una gota en medio del océano, es decir, un sinsentido. Y en algún momento alguien deja caer la frase: “No hay vida correcta dentro de lo falso” (formulada por Theodor W. Adorno, aunque originalmente se refiriera a algo ligeramente distinto). A las iniciativas que quieren mitigar el sufrimiento en el aquí y ahora, se las acusa muchas veces de realizar pura caridad. Pero, aunque estemos de acuerdo con que el sufrimiento que existe en el mundo es producto de la sociedad en la que vivimos, y en que éste sólo desaparecerá con cambios estructurales radicales, también creemos que este tipo de crítica es demasiado superficial.
Hacer bailar las dinámicas de género y de comunicación
Gran parte de nuestra propia vida cotidiana se encuentra dentro del área en la que una actitud reflexionada – y en caso necesario, cambiada – puede llegar a reducir de forma concreta el sufrimiento. Hablamos de las dinámicas de género. Es cierto que, por un lado, estas relaciones y todas sus variaciones se orientan sobre todo por las exigencias actuales del capital y del Estado. Por ejemplo: la idea de la compatibilidad de trabajo y familia, surge debido al hecho que un estado moderno no se puede permitir que la mitad de su población esté al margen de ser usada por el capital. Por otra parte no existen limitaciones objetivas que nos impidan romper con todas esas estúpidas concepciones de cómo debemos ser y presentarnos. En otras palabras: si mucha gente rechazase la idea de que las niñas y mujeres son taaaaan dulces y tan delicadas y de que es el deber de un hombre de izquierdas explicarle como funciona el mundo; así como la idea de que los niños y los hombres son taaaan fuertes y tan duros miembros del movimiento antifascista que es el deber de una mujer de izquierdas convertirse en su trofeo; sólo entonces podría cambiar verdaderamente algo, por lo menos en tu grupo de amig@s o en tu colectivo político. Pasa algo parecido con los estereotipos racistas. Más allá de la simple crítica a los contenidos concretos de dichos estereotipos contrarios a la emancipación humana, se requiere una reflexión sobre los propios prejuicios. Se requiere de un cambio en la manera de pensar, de sentir y de actuar de cada un@ de nosotr@s. Y, aunque este cambio en el comportamiento individual conlleve algún tipo de renuncia en pro del bienestar de otr@s, en este caso es diferente; liberarse de estos prejuicios es una ganancia para tod@s. Otro campo abierto a la transformación individual son las dinámicas de comunicación; también en la izquierda se hace uso de un idioma autoritario. Aparte del obvio sufrimiento que conlleva, este lenguaje termina (re)produciendo estructuras jerárquicas. Si la próxima revolución aspira a ser liberación verdadera, se necesitarán personas que no quieran nunca más volver a un estado de obediencia y a las que nunca se les ocurra pensar que no tienen nada inteligente o nada mejor que decir. Si es esto lo que quiere lograrse, no puede ser compitiendo y anhelando cada un@ a ser una persona con autoridad; debe de llevarse a cabo un análisis y un cambio de las dinámicas propias de la comunicación.
Del privilegio de ser pobre en países ricos
Si en los ejemplos mencionados se ha in- tentado mostrar la posibilidad de cambio a través de acciones personales, los próximos ejemplos muestran los límites de los mismos.
Y, sobre todo, lo más importante: aquí la exigencia de un cambio en el comportamiento es señal de una falsa crítica del modo de producción capitalista. Por ejemplo: cuando algun@s de nosotr@s hacíamos planes de viajar a Marruecos para escapar del invierno, quisimos convencer a un amigo que tiene poco dinero, “Hay bungalows que no cuestan más de dos Euros.”, -le dijimos. A él le resultó chocante. Era inconcebible que nos alegrára- mos de los bajos precios, que no se basan en nada más que en la pobreza de la gente. El hecho es que no nos podemos costear viajes caros. Entonces, ¿nos quedamos en casa?
En general, se puede concluir que, cuando se trata de la economía, los efectos de un cambio en el comportamiento individual son muy limitados. Esto tiene que ver con las formas y sobre todo con las razones de producción de todos los trastos que se fabrican para nuestra vida cotidiana. La producción no se lleva a cabo de la manera más razonable, que sería analizando lo que se necesita y, basándose en eso, pensar en cómo podría producirse. En lugar de esto, son las empresas quienes es- peculan sobre la potencial demanda de cualquier producto. Para esto compran la capacidad productiva de l@s que se ven obligad@s a ganarse la vida con ella. Esta relación entre la empresa y sus emplead@s mantiene viva de la explotación de la miseria de l@s que no poseen más que su capacidad de trabajo. A ellos se les plantea esta situación en un imperativo mudo, es decir, no está prohibido dejar de trabajar, pero si no trabajas, simplemente no puedes pagar el alquiler. El ex canciller alemán Schröder lo aclaró diciendo que cual- quiera tiene el derecho de ser vag@, mientras no reciba prestaciones sociales. Muy gracioso. De acuerdo a esto, se entiende que es tu propia culpa si no tienes dinero. ¡Pero es preci- samente al revés! Si las empresas creen poder ganar dinero con una mercancía específica, tienes permiso de producirla para ellos. El dinero que te den depende sobre todo de una cosa: de que tan grande sea la competencia en el mercado laboral. Mientras más gente haya que tenga tu misma capacidad, recibirás menos dinero por tu tiempo y por tu capacidad productiva. Con este salario, la mayoría de la gente tiene que organizarse bien –pues rara vez alcanza más que para lo indispensable y para satisfacer un par de antojos que todavía no ha logrado sacarse de la cabeza.
Y cuando el invierno alemán se vuelve insoportable, mucha gente no puede incluir unas vacaciones caras en su presupuesto, y eso que los hoteles lujosos no son caros porque el salario de sus emplead@s sea especial- mente alto. Entonces, ¿cuál es el resultado de dejar de irse de vacaciones? Mucha gente en Marruecos vive del turismo. Esto no debe malinterpretarse y fomentar el turismo como una forma de caridad hacia la comunidad local. Pero tampoco l@s ayudas si pasas tus vacaciones en Alemania. Las acciones puramente individuales en cuestiones económicas fracasan ante a la economía misma y sus leyes. De la misma manera, nadie tildaría de acción emancipadora el hecho de cederle el puesto de trabajo a otra persona durante una entrevista de trabajo. Son actos de generosi- dad que uno debería poder permitirse si así lo desea – y de ahí que fracasen como preceptos de comportamiento general. ¿Debemos entonces exigirle a l@s ric@s que compren exclusivamente alimentos orgánicos y produc- tos de comercio justo? No, no, harán mejor siguiendo el ejemplo del capitalista Friedrich Engels, que pagó los estudios de su compadre Karl Marx a lo largo de varias décadas, con- tribuyendo así a una solución útil para todos.
¿Cambiar de hamburguesa y de pantalones?
Nadie puede afirmar que el no comprar en H&M y no comer McDonald‘s o Burger King depende de poder costeárselo o no. Contra estos productos se han iniciado campañas de boicot con diferentes demandas, que apuestan por la acción colectiva para obligar a las empresas a cambiar sus estrategias comerciales. En algunos casos estas campañas ya han logrado alcanzar los objetivos deseados; que la empresa boicoteada cambie su práctica comercial por miedo a perder su prestigio. También es posible lograr una sensibilización hacia distintos temas de importancia. Pero ésto es lo máximo que se puede conseguir con este método y, al igual que otras formas de política simbólica, la crítica se queda forzosamente limitada a una o a un par de empresas. Los movimientos de boicot pasan por alto que las empresas en competencia trabajan a menudo con métodos parecidos. Es más, hasta las campañas de boi- cot más exitosas promueven la ilusión de creer que las horribles consecuencias del capitalismo dependen solamente de la (mala) voluntad de unas pocas empresas. Y que si se remplazara esta mala voluntad por una buena, toda la miseria desaparecería. Esto explica también gran parte de la popularidad que tiene este tipo de crítica: la caza de culpables – que en el capitalismo duraría eternamente, puesto que no existe tal cosa – genera muchos más “likes” que un análisis del mercado y del Estado como los aparatos que deben ser abolidos. Pero, ¿debería renunciarse por esto al boicot?
Desde hace cuatro años hay un McDonald’s en el barrio berlinés de Kreuzberg que es vigilado por diez policias por la noche. Las opiniones sobre esto difieren dentro de la izquierda. Vamos a dejar de lado la preocupación nacionalista ante un presunto imperialismo cultural estadounidense, el cual seguramente juega un gran papel en el éxito de la crítica a la (ham)burguesa. La iniciativa contra el local de Kreuzberg se centra principalmente en las condiciones laborales de sus trabajadores. Estas pueden parecer más agradables en un bar familiar, dado que en estos cabe la posibilidad de charlar con l@s clientes. Pero la semana laboral de siete días sigue siendo la norma, por lo cual no queda claro si no sería mejor para la gente traba- jar en McDonald’s y así al menos cotizar en la seguridad social. Por lo menos allí la jerarquía está formalizada y no se mezcla con relaciones familiares, algo que representaría en algunos casos una carga menos para l@s asalariad@s.
¿Qué si entonces recomendamos comer ahí? No, para eso la comida en McDonald’s es demasiado cara, las papas fritas están blandas y la McChicken es cada vez más pequeña. La crítica a los grandes consorcios idealiza la mayoría de las veces los horrores de empresas pequeñas y no se interesa por la razón verdadera por la cual los salarios son reducidos. H&M, Lidl y otras empresas son criticadas. A menudo se les acusa de trabajo infantil. Las personas que critican el trabajo asalariado en general y las condiciones laborales especialmente penosas en los países de salarios bajos en especial tampoco pueden negar la bajeza moral del trabajo infantil. Bien es verdad que el boicot de algunas empresas y marcas puede enlazarse con campañas públicas de gran efectividad para lograr mejoras puntuales en las condiciones laborales, pero la prohibición del trabajo infantil raramente resulta útil para l@s afectad@s. Hay varias razones por las cuales l@s niñ@s son mano de obra barata y en varios países tienen que contribuir al ingreso familiar. Y, aunque las empresas globales desprecien el trabajo infantil, l@s niñ@s trabajador@s son un aspecto implícito del capitalismo. Hay incluso niñ@s que se organizan para hacer valer sus intereses y que se manifiestan en contra de la prohibición del trabajo infantil, como por ejemplo en Brasil. Pues en el caso que esta prohibición se llevara a cabo, el trabajo del que viven se volvería ilegal, de tal manera que su dependencia de sus “jef@s” aumentaría, al tener que evitar a toda costa el contacto con la policía. La protesta de l@s niñ@s (y de l@s que los explotan) tuvo éxito y al final la Constitución no fué modificada. El trabajo infantil es uno de los ejemplos más trágicos de cómo en el capitalismo un esfuerzo bienintencionado siempre puede empeorar la situación.
¿Qué remedio queda?
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre esto y la idea de que el cambio social es imposible, hagamos lo que hagamos? La diferencia reside en examinar cada propuesta de acción concreta de manera individual, y no desacreditarlas todas en abstracto. Por ejemplo, no podemos despreciar el valor de las protestas llevadas a cabo en aeropuertos para evitar las deportaciones de refugiad@s, o la mitigación concreta de la pobreza, tildándolas de acciones inútiles o efímeras. Pues aunque algo desesperados, estos son simplemente intentos de mantenerse human@ bajo las condiciones imperantes y de evitar sufrimiento en formas concretas. Y es que es completamente comprensible que no se pueda esperar ni un minuto más para realizar un cambio cuando se vive tal horror de cerca. Precisamente por eso debe evitarse un enfoque exclusivamente dirigido al escándalo y a los excesos, sin hacer mención del principio que está detrás de todo eso, el cual produce el horror en sí – el que lo hace necesario y lo produce en masa. Reconocer este principio, entender los excesos como parte de una regla que tiene bases sistemáticas y con- vencer de esto a otr@s tampoco debe ser subestimado. Las rebeliones futuras también deben prepararse. Y la persona que afirma tener todo esto en mente pero que lo que importa son las acciones concretas, no comparte nuestra crítica.
A fin de cuentas esta persona ignora que son los mismos principios de este sistema económico los que hacen que las situaciones en las que se pudiera mitigar un poco el sufrimiento sean interminables y desmedidas. Pues puedes ir al cine o darle ese dinero a la persona mendigando en la calle. Puedes ir de vacaciones o hacer una donación a un proyecto genial, como por ejemplo a esta revista, “Calles de Azúcar”. Podrías lavar cada vasito de yogur antes de tirarlo para que la gente que ordena la basura (mano de obra más barata que una máquina) tenga que lidiar con menos porquería. El principio capitalista se ocupa de que la lista de este tipo de situaciones sea interminable.
Así es que no se puede encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta de hasta qué punto deberíamos consumir de una manera diferente. Cada cual tiene que decidir por sí mism@. Pero nos sorprenden todas aquellas personas que agotan toda su energía en memorizar todos los nombres de las empresas diabólicas y los ingredientes nocivos en vez de, por ejemplo, evitar sufrimiento concreto reflexionando sobre los propios prejuicios racistas o sexistas. Y l@s que sigan opinando que son las decisionesdecompralasque,dehacersedeunamanera correcta, nos llevan a un cambio que termine por fin con toda la miseria, se hacen ilusiones falsas sobre el mundo. Y son prescisamente estas ilusiones las que impiden, en el fondo, un cambio real de las condiciones imperantes.